“Es preciso respetar y proteger en todo momento la dignidad de los muertos y sus tradiciones culturales y religiosas, así como a sus familias”, así lo expresa la OMS en su documento de prevención y control de infecciones para la gestión segura de cadáveres en el contexto de el COVID-19. Esta es la historia de una familia indígena que lucha contra las normativas políticas y sanitarias que atentan contra sus tradiciones, su memoria y la alta valoración del pueblo wayuu frente a sus muertos, una columna de opinión publicada por el diario El Espectador, aquí la compartimos:
Algunas situaciones que vivimos hoy nos hacen evocar la tragedia de Antígona, escrita por Sófocles. En ella, el tirano Creonte ordena que nadie le dé sepultura al cadáver de Polinices, hermano de Antígona, ni le lloren, por haberse levantado contra la ciudad de Tebas. Este tratamiento solo era reservado a los delincuentes ejecutados y a los ladrones de sepulcros para que su condena se extendiese hasta el mundo de ultratumba. Antígona decide dar sepultura a su hermano y acogerse a “las leyes no escritas e inquebrantables de los dioses”, pues “estas no son de hoy ni de ayer, sino de siempre”. Esto la conduce a la muerte. Creonte ha sido visto como el representante del derecho y la legalidad estatal, enfrentado a la conciencia ética de Antígona. Otras visiones nos muestran que Creonte solo representa a una facción política que debiendo servir a la nación en conjunto se constituye en castigo y en negación del otro, que también es una parte de la nación.
Un drama similar vivió Andrés González, un indígena wayuu cuya hermana falleció hace varios días en una clínica de Riohacha. Al reclamar su cuerpo recibió la orden de que debía enterrarla en un cementerio reservado a los muertos no identificados y ahora a los fallecidos por coronavirus. Esta orden invalida cada uno de los pasos que Andrés ha dado en su vida dada la alta valoración que su pueblo les otorga a sus muertos. Él no puede regresar sin el cuerpo de su hermana; los cementerios indígenas no son simples reservorios de cadáveres. Al nacer en un lugar específico, un wayuu es proveído de un origen y un destino, en consecuencia, los cementerios familiares son lugares de pertenencia a los que estamos asociados y destinados desde nuestro nacimiento. Cada cuerpo enterrado allí refrenda un orden territorial, una voluntad de perseverar dentro de él y unos derechos colectivos.
Si las autoridades sanitarias apelan a la metáfora de la guerra, las familias wayuu aceptarán que todo fallecido por COVID-19 deberá recibir el trato de quien muere violentamente. Se sepultará prontamente, no habrá contacto con el cadáver contaminado, ni concurrencia masiva y su ritual funerario será aplazado hasta su segundo entierro. Eso está en la tradición, pero lo que es socialmente inviable es que alguien sea enterrado por fuera de su territorio sin contar con la voluntad de su grupo familiar. Ello constituye un acto manifiesto de arrogancia médica. La Organización Mundial de la Salud, más flexible y universal, ha dicho en su documento Prevención y control de infecciones para la gestión segura de cadáveres en el contexto del COVID-19 que “es preciso respetar y proteger en todo momento la dignidad de los muertos y sus tradiciones culturales y religiosas, así como a sus familias”. Urge que el ministerio de Salud expida normas con un enfoque diferencial para los indígenas fallecidos durante la pandemia.
Al final se acordó con las autoridades sepultar a la hermana de Andrés en su cementerio familiar. Y así se cumplieron los versos del poeta indígena Vito Apushana: “Ya naciste…
Y puedes irte y puedes no volver, / pero siempre estarás ahí… junto al árbol Mokooshira / que circunda tu cementerio; / ahí pertenece tu sombra y tu descanso”.
Por: Weildler Guerra
wilderguerra@gmail.com
https://www.elespectador.com/opinion/el-dolor-de-antigona-columna-918694
Imagen tomada de: https://news.un.org/es/story/2019/03/1452751